Nadie conoce su rostro, pero todos
saben que está ahí.
Él conoce el nombre de cada uno de
ellos. Dice que su misión es cuidarlos, que
a eso vino. Desde que se levanta hasta que se acuesta, procura que todos estén
bien.
“Es mi trabajo”, dice.
Si una anciana va a morir, él va su
casa y se sienta junto a ella. Le lee un cuento o le canta una canción, abre o
cierra una ventana, apaga o enciende la luz. A veces permanece en silencio, mientras le toma una mano, le acaricia la cabeza o le da un masaje en los pies.
La mujer entonces escucha la voz de su madre o su
padre, siente la presencia de sus abuelos o reconoce en su cuerpo el tacto de su
amado.
Si una joven ama de casa está cansada, él entra a
la cocina, friega los platos, pela papas, batatas, zanahorias, pone a asar un
trozo de carne, barre la sala, pone la mesa.
A veces también se queda a comer con la familia, conversa con ellos, se cuentan sus cosas.
Después se despide y vuelve a dormir a su palacio.
Si un hombre se siente abatido o
desesperanzado, él le muestra su trono, y lo invita a sentarse.
Entonces el hombre toma asiento en la vieja
mecedora y comienza a hamacarse, suavemente.
Al rato, todos sus problemas han desaparecido. Porque ahora es el rey, y debe ocuparse de que los demás estén bien. Debe cuidar de ellos.
“Es tu trabajo”, le dice el viejo
rey. Luego abre
la ventana y sale volando volando con el aire fresco de la mañana.