Imagen: "Barco sonámbulo", Pavel Bergr

28 de enero de 2013

Lo único insostenible es la verdad



“Ninguna historia existía en sí misma, ni esta ni las otras, no valían sino por el soplo con que se las animaba, es decir, por la manera como se las contara.”      


“La voz del maquinista, lenta, baja y ronca, le daba a Aïcha la impresión de que los abrazos más humillantes podían volverse hermosos con él, bajo su peso. Era la primera vez que oía una voz semejante. Los hombres del Tête d’Ecaille  no hablaban jamás de amor, bramaban, así que Aïcha creía que el amor era un grito, no sabía que también podía expresarse en voz baja. (…)
Aïcha adivinó que Horty divagaba. Pero no dijo nada. Como tanto seres engañados en una vida repetitiva y sin grandeza, había comprendido desde tiempo atrás  que lo único insostenible es la verdad. 
(...)
Introdujo el dedo índice en su boca violeta y lo mojó con saliva. Creyó entender que a Horty le agradaba ese líquido tibio, pegajoso.  Eso la asombraba un poco, porque los clientes del Tête d’Ecaille detestaban beber en los vasos donde otros habían puesto sus labios y porque las muchachas de la calle Solidor se rehusaban a besar a los hombres en la boca, así les pagasen bien. Pero si a Horty le gustaba la saliva, podía darle un poco para agradecer su historia. Además, no tenía sino eso para ofrecerle. Pasó su dedo húmedo por debajo de la cortina. Horty comprendió. Con la punta de su propio dedo rozó el de Aïcha como lo hacen los creyentes en las iglesias cuando se pasan un poco de agua bendita."




Didier Decoin, La mucama del Titanic (el argumento, aquí).


Mentiras verdaderas






"-¿Qué es eso?-preguntó, angustiada de repente.
-Una larga historia-dijo Horty-. Para comprenderla, es necesario que la escuches hasta el final sin interrumpirme. Cuando te diga que llovía, tendrás que imaginarte la lluvia. De la misma forma cuando te diga que era de noche, será necesario que intentes imaginarte la noche. Son tan pobres las palabras, pequeña.”


“Horty había vivido la historia, más que contarla, y todo el mundo la había vivido con él (…) Y sin embargo esta historia no era gran cosa (…); no testimoniaba un pensamiento original, no enseñaba nada, no anunciaba ninguna cosa nueva. Además se hubiera podido vivir sin escucharla, y sin embargo, por haberla escuchado, se iba a vivir de un modo diferente por tanto tiempo como se la recordase.” 



“Una cosa asombraba a Zeppe. Desde el comienzo, Horty le había confesado que mentía. De todas formas, Zeppe lo había adivinado: era imposible que una mujer joven y hermosa como Marie hubiese podido amar tan pronto- el tiempo de subir por una escalera, de quitarse un abrigo mojado, de recorrer con la mirada un cuarto banal- a ese gran hombre rugoso que dormía de espaldas (…) Zeppe sabía, por ser él mismo mentiroso, que la tentación de mentir, una vez se dice la primera mentira, acaba por ser la más fuerte. Esperaba entonces que Horty modificase poco a poco su relato. Pero este no aportaba a la historia sino variantes imperceptibles. Tal vez había acabado por creerse a sí mismo.”   




Didier Decoin, La mucama del Titanic (el argumento, aquí)


 

25 de enero de 2013

Contar la verdad (aunque sea una mentira)



Hace unos cuantos años vi La camarera del Titanic, una película de Bigas Luna que me sorprendió gratamente. Aunque el título hacía presumir una cosa, me encontré con otra: no era una película sobre el hundimiento del Titanic y las vicisitudes de sus náufragos. Era una de las más originales historias de amor que conocí y, también, una historia sobre el poder de la palabra, sobre la fascinación que una buena narración ejerce sobre cualquier auditorio, por más rústico que sea.

Revolviendo- como es mi costumbre- en una librería de viejo, me encontré hace poco con la novela que dio origen al film: La mucama del Titanic, de Didier Decoin. Me dio curiosidad y era muy barata, así que la compré. 
Debo decir que empecé a leerla sin grandes expectativas; su autor era un ilustre desconocido y me sonaba a novela editada para aprovechar el relativo éxito que tuvo el film. 
Hoy la terminé: es uno de los textos más bellos que leí en los últimos tiempos. 
Y la historia, mucho más compleja y conmovedora que la que cuenta la película. Resumo el argumento: 
Horty es un estibador de 52 años que vive con su esposa- Zoé- en una pequeña ciudad portuaria al norte de Francia. Cuando Horty gana por quinto año consecutivo el concurso como mejor estibador, recibe un premio especial: un viaje a Southampton, en Inglaterra, para presenciar la partida del Titanic. La noche de su llegada, como los hoteles están repletos, Horty acepta compartir su habitación con Marie, una jovencita de 22 años que se embarcará al día siguiente en el Titanic, como camarera. Aunque no tienen sexo, las horas que pasan juntos cambian para siempre la vida de Horty. Luego del naufragio del Titanic, y a partir de una foto de Marie, Horty (re) construye el relato de una pasión ilusoria. 
El relato de su noche con Marie llevará a Horty de pueblo en pueblo, con consecuencias imprevisibles.
 
Como el libro no se consigue fácilmente, voy a ir posteando algunos de los pasajes que más me gustaron (igual, les sugiero revolver las librerías de viejo, nunca se sabe...)

Cita 1: Escribir la verdad

El estibador tenía claro en su cabeza lo que quería decirle a Zoé (...) deseaba compartir con ella sus primeras impresiones sobre Southampton. Cuando caminaba por la ciudad en búsqueda del hotel de la Rada de Spithead había notado que el cielo adquiría un extraño color glauco (...) Intentó de varias maneras hacer entender a Zoé ese color verde. Pero ninguna le satisfacía. Al fin, escribió sencillamente la verdad: en Southampton, en abril, cuando cae la noche el cielo es verde.
Al leerlo, se dijo, Zoé pensaría probablemente que buscaba impresionarla describiendo una ciudad extraordinaria, exótica y absurda. Se preguntó cómo se las arreglaban los escritores para comunicar sus impresiones. Quizás ellos también escribían la verdad y por esa razón sus libros eran tan hermosos. Alguna cosa con ellos, las palabras justas, los verbos sencillos, decían a la gente: "A ustedes les cuesta creerlo, sin embargo todo ocurre como está escrito: el cielo es verde por encima de Southampton, y eso es todo."



22 de enero de 2013

Hay que ser realmente idiota para...




 Un comentario de Vera en el post anterior hizo que me rencontrara con este  texto de Cortázar, otro enorme, querido bobo... 

Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone. Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo. Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.