Foto: Bet Z
Un domingo en un parque, por ejemplo. Niños jugando, perros que corren o se frotan el lomo en el pasto, familias sentadas al sol, el viento tibio de abril o noviembre, un cielo azul, limpio. Adolescentes besándose, nenas cuchicheando en grupo, varones jugando al fútbol, bebés observando atentos el camino de las hormigas, explorando una piedra o siguiendo con el dedo la línea que un rayo de sol traza sobre el césped. Viejos jugando a las cartas, a las bochas, al ajedrez. Viejas tejiendo juntas. Un hombre o una mujer sentados en un banco, solos, leyendo.
El carrito que vende globos de azúcar rosada y manzanas con caramelo.
La calesita con caballos, naves espaciales, góndolas venecianas y carrozas de reyes.
El olor de los eucaliptos y de la garrapiñada caliente.
Risas de chicos, el ruido de las piedritas que arrojan sobre la superficie del lago para hacer patito. Una hilera de nenes y nenes con témperas y papeles, sentados frente a sus atriles, pintando.
Bicicletas, patines, monopatines, rollers.
Gente corriendo, trotando, caminando, de pie, sentada, acostada, despierta, dormida, sola o acompañada, hablando o en silencio.
Gente haciendo lo que quiere. Animales haciendo lo que quieren.
Siempre pienso: si un ovni sobrevolara el parque en este momento, los extraterrestres concluirían que los humanos somos muy afortunados, que nuestro mundo es tibio y dorado, lleno de aromas y sonidos exquisitos, que los niños y los animales se dedican a jugar y retozar, y que los adultos hacen lo que les da la gana.
Después el sol se va, y hay que irse.
Pero sé que todos guardamos en nuestro corazón la certeza - y la nostalgia- del paraíso que habitamos, al menos por un rato.