Imagen: "Barco sonámbulo", Pavel Bergr

3 de mayo de 2014

El comerciante de palabras


Imagen: Jerónimo


En el siglo XIX, en los estados balcánicos, de fronteras cambiantes, había un hombre que iba de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Era un comerciante de palabras. Recogía palabras durante sus viajes y se las ofrecía a los que las necesitaban.

A las gentes de las montañas les enseñaba "marea" y "ola"(...) A quienes se mantenían alejados de la civilización mecánica, les llevaba las palabras "automóvil", "avión", o "submarino". En los países tórridos, hablaba de "nieve" y de "glaciares".

Si este hombre llegó a ser casi célebre en su vida, al menos entre los amantes del vocabulario y del lenguaje, es porque ponía en su trabajo una pasión rara. Y así, a las denominaciones añadía, por iniciativa propia, palabras que se aplicaban a las emociones, a los sentimientos, a los recovecos del pensamiento, a los estados del espíritu sutiles y peculiares. Sus palabras procedían de todos los países de la Tierra, de tal forma que los pueblos que se nutrían de sus aportaciones se expresaban, a veces, en una lengua que brillaba como un mosaico universal.

Cuando llegaba a un lugar, en parajes donde pocos viajeros de la época se aventuraban, acudían a verlo a la caída de la noche algunos vecinos que se dirigían a él casi como a un confesor. Le contaban todo tipo de cosas con detalle, tratando de describir el sentimiento que experimentaban y para el que no encontraban la palabra en su lengua. El comerciante de palabras escuchaba con atención, formulaba a veces algunas preguntas breves y les proponía una o dos palabras. En ocasiones pedía un tiempo prolongado para reflexionar, a veces toda la noche, y consultaba sus anotaciones en los numerosos cuadernos que llenaban su carreta.

Detrás de sus esfuerzos cotidianos se desarrollaba una teoría grave y secreta, según la cual todos los pueblos de la Tierra piensan y sienten de la misma manera, pero la ausencia de palabras de unos u otros puede impedir que tal o cual sentimiento aparezca. De ese modo, nos creemos desprovistos de lo que no podemos nombrar.

El comerciante saboreaba la belleza de las palabras (...) porque conocía su precio y su valor. Le gustaban las palabras más que las frases, las palabras solas, aisladas, ricas sólo por su propia fuerza. Consideraba que la disposición de las frases, siempre artificial y a menudo arbitraria, privaba a las palabras de su belleza salvaje, individual, y las ahogaba en el embrollo de la sintaxis. Una palabra, una sola, le bastaba para poner el mundo en marcha, para desentrañar un nuevo secreto, para añadirle un nuevo resplandor.

Hacia comienzos de los años setenta, poco a poco, percibió una disminución de la curiosidad de los pueblos que visitaba, como si tuvieran menos necesidad de palabras o, al menos, de palabras nuevas, de palabras llegadas de otros lugares. Al principio creyó que aquél desinterés sería pasajero. Se engañaba.

Percibía que la atmósfera del mundo se modificaba peligrosamente, y no le quedó más remedio que empezar a rendirse ante la decepcionante evidencia: desaparecían las palabras todos los días y para siempre, tragadas por el abismo oscuro del olvido, que constituye el infierno del lenguaje y al que nuestra pereza le abre las puertas de par en par. Sí, cada vez había menos palabras en el mundo. (...) Los oídos humanos se cerraban a las palabras de los otros.

Al acercarse el final del siglo XX, el vendedor de palabras comprendió que la situación estaba irreversiblemente perdida y que lo que había constituido el eje y el alma de su vida iba a desaparecer. Por inverosímil que pudiera parecer, la humanidad se contentaba con un vocabulario empobrecido y mediocre. La maldición de Babel se cumplía, pero al revés.

¿Cuáles serían las consecuencias en la inteligencia? ¿Y en la belleza? ¿Y en las relaciones entre los individuos o entre los pueblos?

Aquella situación le recordaba al árbol de frondosa copa que poco a poco iba perdiendo las hojas y las ramas para convertirse en un tronco seco. A veces, se atrevía a imaginar un universo en el que, noche tras noche, por ausencia de mirada, se borraran las estrellas.


El comerciante de palabras, con más de ochenta años al comenzar el año 2000, iba de casa en casa, despacio, tendiendo la mano. Ya no tenía nada que ofrecer como mercancía a quienes, por lo demás, nada le pedían. Al final, sólo sabía decir "please".

Murió solo, en alguna parte del camino de montaña entre Macedonia y Bulgaria. Nadie sabe cuál fue su última palabra.

Anónimo
(incluido en El segundo círculo de los mentirosos, una compilación de relatos tradicionales de Jean-Claude Carrière)

Pueden leer el texto completo aquí.


6 comentarios:

  1. No sé... ¿quién decía: "la palabra es fuente de malentendidos"? Please no es fea palabra, si de buscar la última se trata.

    Parece un texto inspirado en Galeano

    http://www.youtube.com/watch?v=5eidLNv9ZDw

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    1. “…y aquel fue el desafío más importante de toda mi vida de escritor, porque yo estaba obligado a traerles la mar, y a encontrar palabras que fueran capaces de mojarlos.” Qué bello, Maia, gracias por el link.

      Como última palabra, "please" no sé si es linda, pero sí necesaria (please, un poco más... :-)

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  2. Triste destino la del comerciante... y la de tantas palabras menospreciadas que van quedando en el olvido.

    Gracias por compartir este texto, Betina!

    Un abrazo!!

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    1. tdo x clpa de los mjes de txt, fb, tw y dmses prqrías mdrns... :-)

      Hablemos con todas las letras y usemos las palabras, que son infinitas y poderosas!

      Otro abrazo, Sinhue

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  3. Leí su tirada poco después de Maia, y ya tenía la respuesta cuando pensé..."¿No está/tará fula Betina conmigo...? Otrosí me vení sintiendo malerba con este lindo texto pero....., porque me dije: "Betina escribe mejor..." Cuando descubrí que el autor era otro..., todo se aclaró..., pero estaba timorato....¿volver a escribir en su brillante blog...? ¿Yo, un vil gusano..? Me gustan tanto las palabras..., que no soy adecuado..., pero Betina sí, ella sí.

    Besos.

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    1. aquí puede escribir vusté cuando quiera, lo que mi seco celebro no alcanza a comprender es cómo es que no tiene vusté un blog digño de su sapiencia y buen decir, donde lucir sus brillanteces lingüísticas que, de seguro, eclipsarían a la Luna y la sumirían en un triste cono de sombra...

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