Imagen: "Barco sonámbulo", Pavel Bergr

23 de mayo de 2014

Marea alta


Imagen: Jason de Caires Taylor

I
Desde donde estoy, miro por la ventana y veo gente tomado sol en balcones aterrazados. 
De pronto siento un rumor sordo y un movimiento profundo bajo mis pies, como si hubiese un mar inmenso latiendo debajo del parquet.
Vuelvo a mirar por la ventana y las personas siguen tomando sol en sus balcones, pero ahora flotan plácidamente en un agua transparente que crece y los sostiene. 

II
Llego a un mercado viejo, muy antiguo. Es una especie de galpón con techos altísimos y columnas de hierro. Se cuela el viento, siento el olor del óxido y la sal. 
Hay mucha gente en el mercado. Todos quieren vender los tesoros que el mar imprevistamente les trajo. Sobre una inmensa mesada de mármol veo:
* algunos animales marinos: tortugas de aspecto gelatinoso, palomas con escamas en lugar de plumas, dos o tres peces voladores (las tortugas y la paloma intentan escapar pero las atrapan). 
* una pequeña escultura de El Principito cubierta de algas y musgo.
* la escultura rota de un pirata; sobre la base de bronce se lee "Mar Mediterráneo" y también "Vera Italia". 

A mi casa no llegaron el agua y sus tesoros. Siento cómo el mar sigue latiendo, allá abajo.



21 de mayo de 2014

Injusticia



Ilustración: John Tiennel


La sala está repleta. Se escuchan murmullos, puertas que se abren y cierran, pasos, algunas corridas, detalles de último momento. Entre la concurrencia hay una gran expectativa: este será el primer juicio por jurado que se realizará en el país. 
Por una puerta lateral comienzan a ingresar los miembros del jurado. Caminan sin mirar al público y, discretamente, ocupan sus lugares. Se los ve serios, intimidados por el compromiso que están a punto de asumir. Entre ellos, Wanda Nara y Mauro Icardi cuchichean y ríen por lo bajo. 
Entra el juez y se sienta en el estrado. Alguien pide silencio. El juicio está por comenzar. 







12 de mayo de 2014

Muchas felicidades II


Imagen: Lieko Shiga



Felicidades grandilocuentes como fuegos artificiales 
o pequeñas microscópicas invisibles
felicidades mudas, innombrables
felicidades densas, pesadas, musgosas,  
felicidades amarillas
felicidades discretas apenas susurradas
felicidades inadvertidas
felicidades ostentadas, exhibidas
felicidades secretas
365 felicidades
haciendo equilibrio
cada día
surfeando
saltando
esquivando
buceando
volando
por encima de
todo lo demás
todo lo demás
todo lo demás.

3 de mayo de 2014

El comerciante de palabras


Imagen: Jerónimo


En el siglo XIX, en los estados balcánicos, de fronteras cambiantes, había un hombre que iba de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Era un comerciante de palabras. Recogía palabras durante sus viajes y se las ofrecía a los que las necesitaban.

A las gentes de las montañas les enseñaba "marea" y "ola"(...) A quienes se mantenían alejados de la civilización mecánica, les llevaba las palabras "automóvil", "avión", o "submarino". En los países tórridos, hablaba de "nieve" y de "glaciares".

Si este hombre llegó a ser casi célebre en su vida, al menos entre los amantes del vocabulario y del lenguaje, es porque ponía en su trabajo una pasión rara. Y así, a las denominaciones añadía, por iniciativa propia, palabras que se aplicaban a las emociones, a los sentimientos, a los recovecos del pensamiento, a los estados del espíritu sutiles y peculiares. Sus palabras procedían de todos los países de la Tierra, de tal forma que los pueblos que se nutrían de sus aportaciones se expresaban, a veces, en una lengua que brillaba como un mosaico universal.

Cuando llegaba a un lugar, en parajes donde pocos viajeros de la época se aventuraban, acudían a verlo a la caída de la noche algunos vecinos que se dirigían a él casi como a un confesor. Le contaban todo tipo de cosas con detalle, tratando de describir el sentimiento que experimentaban y para el que no encontraban la palabra en su lengua. El comerciante de palabras escuchaba con atención, formulaba a veces algunas preguntas breves y les proponía una o dos palabras. En ocasiones pedía un tiempo prolongado para reflexionar, a veces toda la noche, y consultaba sus anotaciones en los numerosos cuadernos que llenaban su carreta.

Detrás de sus esfuerzos cotidianos se desarrollaba una teoría grave y secreta, según la cual todos los pueblos de la Tierra piensan y sienten de la misma manera, pero la ausencia de palabras de unos u otros puede impedir que tal o cual sentimiento aparezca. De ese modo, nos creemos desprovistos de lo que no podemos nombrar.

El comerciante saboreaba la belleza de las palabras (...) porque conocía su precio y su valor. Le gustaban las palabras más que las frases, las palabras solas, aisladas, ricas sólo por su propia fuerza. Consideraba que la disposición de las frases, siempre artificial y a menudo arbitraria, privaba a las palabras de su belleza salvaje, individual, y las ahogaba en el embrollo de la sintaxis. Una palabra, una sola, le bastaba para poner el mundo en marcha, para desentrañar un nuevo secreto, para añadirle un nuevo resplandor.

Hacia comienzos de los años setenta, poco a poco, percibió una disminución de la curiosidad de los pueblos que visitaba, como si tuvieran menos necesidad de palabras o, al menos, de palabras nuevas, de palabras llegadas de otros lugares. Al principio creyó que aquél desinterés sería pasajero. Se engañaba.

Percibía que la atmósfera del mundo se modificaba peligrosamente, y no le quedó más remedio que empezar a rendirse ante la decepcionante evidencia: desaparecían las palabras todos los días y para siempre, tragadas por el abismo oscuro del olvido, que constituye el infierno del lenguaje y al que nuestra pereza le abre las puertas de par en par. Sí, cada vez había menos palabras en el mundo. (...) Los oídos humanos se cerraban a las palabras de los otros.

Al acercarse el final del siglo XX, el vendedor de palabras comprendió que la situación estaba irreversiblemente perdida y que lo que había constituido el eje y el alma de su vida iba a desaparecer. Por inverosímil que pudiera parecer, la humanidad se contentaba con un vocabulario empobrecido y mediocre. La maldición de Babel se cumplía, pero al revés.

¿Cuáles serían las consecuencias en la inteligencia? ¿Y en la belleza? ¿Y en las relaciones entre los individuos o entre los pueblos?

Aquella situación le recordaba al árbol de frondosa copa que poco a poco iba perdiendo las hojas y las ramas para convertirse en un tronco seco. A veces, se atrevía a imaginar un universo en el que, noche tras noche, por ausencia de mirada, se borraran las estrellas.


El comerciante de palabras, con más de ochenta años al comenzar el año 2000, iba de casa en casa, despacio, tendiendo la mano. Ya no tenía nada que ofrecer como mercancía a quienes, por lo demás, nada le pedían. Al final, sólo sabía decir "please".

Murió solo, en alguna parte del camino de montaña entre Macedonia y Bulgaria. Nadie sabe cuál fue su última palabra.

Anónimo
(incluido en El segundo círculo de los mentirosos, una compilación de relatos tradicionales de Jean-Claude Carrière)

Pueden leer el texto completo aquí.