Imagen: Soñando en púrpura, Soledad Fernandez
Es de noche. O, P y yo viajamos en colectivo, rumbo a casa.
"Es la parada que viene, ¿no?", dice O. Me acerco a la puerta y me preparo para descender; detrás de mí se ubican otras personas. Se abre la puerta y, mientras estoy bajando, escucho las voces de O. y P. avisándome que no era esa la parada sino la siguiente. Pero ya es tarde. Con señas les indico que los espero allí, calculando que en un par de cuadras tenía que estar la próxima parada.
Mientras camino, voy repasando uno a uno los carteles de
los colectivos, pero el del 74 no aparece. Avanzo tres cuadras, cuatro: nada. "No puede ser...”,
pienso, “no puede haber tanta distancia entre una parada y otra".
Mientras camino, la
noche se vuelve más cerrada y las calles, más solitarias. Empiezo a tener
miedo.
"Bueno, basta.
Me voy a casa. Cuando O. y P. no me vean en la parada se imaginarán que me
fui para ahí".
Retrocedo unas
cuadras buscando Godoy Cruz, pero no la encuentro. Decido doblar igual, "tiene que ser una de estas".
La noche es
sofocante. A medida que avanzo, las calles se bifurcan en pasajes cuyos nombres
desconozco. Atravieso una plaza
con dunas altísimas donde decenas de chicos y chicas conversan a la luz de la luna.
Camino entre ellos con dificultad: no es fácil andar con tacos por las dunas.
"Pero qué boba. Los llamo al celular", me digo,
mientras revuelvo la cartera en busca del mío, un Samsung negro. Pero lo que saco es un
celular blanco, sin marca a la vista. Intento llamar, pero noto que al
presionar el 4 la pantalla me muestra el 9. Vuelvo a probar: lo mismo. Los
números que aparecen en el teclado no se corresponden con los que realmente
se están marcando. "Debe haber alguna lógica", pienso, mientras intento descifrarla. Desisto enseguida: las matemáticas nunca fueron lo
mío.
Sigo avanzando y me interno en una callecita apenas
iluminada por la luz roja de un farol. Se abre una puerta: una señora me
invita amablemente a pasar.
El lugar huele a encierro y a incienso, a humo de
cigarros, a terciopelo viejo. Hay cuartos cerrados, penumbras, murmullos. Es un
burdel, como en las películas. Pero yo estoy allí y no es una película. La madame me susurra algo al oído: quiere que me sume a su staff. Rechazo
amablemente la invitación, mientras busco la salida con los ojos. Noto que la puerta por la que entré ha desaparecido; en su
lugar, hay un cortinado rojo, espeso, pesado. Cuando lo descorro la
oscuridad es total. Escucho que una puerta se cierra. Quiero gritar y no puedo,
siento que me ahogo.
Entonces me despierto.
A mi lado, O. duerme plácidamente.
Yo respiro hondo y sonrío, contenta de estar- por fin- en casa.