Imagen: Norman Rockwell
Cuando era chica, todas en el barrio
estábamos enamoradas de Fernando.
Yo tenía el privilegio de ser su vecina, y
de que mi balcón estuviera pegado al suyo. Fernando ignoraba olímpicamente a las más pequeñas- entre quienes estábamos Rosita y yo- o las trataba con un cariño fraternal, como si se tratara de hermanitas menores. Eso nos dejaba
casi sin chances.
Pero a los 11 o 12 años, ese porcentaje mínimo era suficiente para
alimentar nuestras fantasías.
Cierta vez, pasamos una tarde entera
preparándonos para que nuestro amado cayera rendido ante nuestros encantos. Ensayamos todos los ritos de un universo que aun no habitábamos
plenamente, y así, guiadas solo por la intuición- o por un conocimiento ancestral- nos maquillamos, nos perfumamos y nos vestimos con atavíos
exóticos, seguras de que esas señales portaban la llave de
la seducción.
Toda esa larguísima tarde la dedicamos a vigilar el
balcón de al lado: en algún momento, Fernando tenía que asomarse; entonces, nosotras nos presentaríamos a sus ojos como dos pequeñas geishas, dos bailaoras flamencas, dos damas antiguas, dos deidades irresistibles. Y él tendría que elegir.
Pasaron las horas, cambiamos mil veces de disfraces, de "pinturitas", de collares y de adornos. Practicamos diferentes canciones, pasos de baile y recitado de versos.
Pero llegó la noche, y Fernando nunca apareció.
...
Con el tiempo, el recuerdo de aquella tarde se convirtió en el siguiente juego de palabras:
Caigo en la terraza de un
edificio bajo
a la hora de la siesta.
Enfrente, una casa blanca
como un trozo de hielo
y una casa negra
como una caja de ébano.
En el segundo piso
hay dos balcones.
Más allá del vidrio
del balcón
de la casa blanca
adivino una mujer frente al espejo,
tiñendo su boca de rojo;
detrás, otra mujer se peina
como si tejiera una canción.
La de la boca roja se envuelve
en una mantilla negra
la que canta se coloca
una flor entre los pechos.
El sol cae.
Entonces se asoman
por primera vez
y giran sus rostros
hacia el balcón de la
izquierda
en un compás exacto.
Él todavía no ha llegado.
Una lava sus pies en
agua de violetas,
otra frota sus poros
para que atrapen
la jalea de la luna
El sol desaparece
Ellas se asoman por segunda vez
giran los rostros perfectos y planos
como
naipes de una baraja.
Él todavía no ha llegado.
Saben que no habrá
otras noches
que los barrotes del balcón
crecerán como jaulas
que la luna nunca más será
tan azul
que ellas no volverán a tener
doce años
que él se convertirá en un viejo cínico
y decrépito
que ellas deberán calmar
las pesadillas de sus
hijos
y construir las naves
de sus maridos.
Por lo tanto
verifican la suave curva de sus senos
el terciopelo de la nuca
los latidos en la punta
de los dedos
una
acentúa el rojo
de su boca
la otra agita su pelo
como una orden.
Se miran.
Empieza a llover en la terraza.
Y sobre la casa blanca como el ébano
Y sobre el balcón negro como el hielo.
Ellas se asoman por última vez.
Giran los cuerpos
como una detonación
y se desnudan bajo la lluvia.
El agua diluye el rojo en rosa, en agua
El pelo se adhiere a los pechos como
una confesión.
Sobre el balcón de la izquierda
el agua cae como un insulto
cubre todo el espacio
de la ausencia
cubre toda la noche
ya sin luna
Un gato
se interpone un momento
entre mis
ojos y el balcón
entre mis ojos y el balcón de la casa blanca
deshabitado para siempre,
entre mis ojos y el balcón de la casa negra
donde un hombre decrépito enciende
un
cigarrillo
y mira caer
la última estrella.