Imagen: "Barco sonámbulo", Pavel Bergr

28 de diciembre de 2012

Serendipia (6)

2 rubias tiradas

                                                                        *


Ayer, ordenando una cartera, tiré varios papelitos (el tiket de la sube, el del súper, un volante de un tenedor libre, otro de una peluquería, la lista de las compras que ya había hecho, etc, etc). En un bolsillo de la cartera había una postal publicitaria del Celta. El viejo y deslucido bar de Rodríguez Peña y Sarmiento (que alguna vez fue Los celtas) ahora se veía lindo, remozado, puesto en valor. "Tenemos que ir a ver cómo quedó",  me dije el día que recogí la postal en El Federal, otro bar notable. 
Desde aquel día siempre llevé la postal del Celta en la cartera, "así me acuerdo de decirle a O. que vayamos". Pero pasaron como dos años y no fuimos. 
Ayer, cuando me topé con la postal, me pareció que era suficiente: "Bueno, ya iremos alguna vez... o no, pero vos te vas", pensé mientras rompía la postal en pedacitos y la tiraba al cesto.


Hoy anduvimos con O. por el centro. 
Habíamos caminado mucho, estábamos cansados y decidimos sentarnos a tomar algo . Miramos a nuestro alrededor y vimos que en la esquina un bar. "Vamos ahí", dijimos vueltas.

Minutos después, mientras disfrutábamos de un par de chopps de "rubia tirada", comentábamos que, por cierto, el Celta había quedado lindísimo.


*: no, todavía no había tirado el contenido del cesto de papeles...

25 de diciembre de 2012

Misión cumplida!







 









                                                               Fotos: Bet Z





21 de diciembre de 2012

Dulce compañía

                                                                                Foto: Bet Z


Para no tener miedo cuando nos vamos a dormir, cuando apagamos la luz y permanecemos un rato con los ojos abiertos mirando la oscuridad, sintiendo nuestra respiración en la respiración de la noche.
 

Para no tener miedo cuando despertamos y el nuevo día nos arranca de la ilusión que el sueño inventó para nosotros, teatro de sombras.

Para no tener miedo cuando elegimos cambiar, cuando elegimos irnos o quedarnos, seguir en el camino o buscar atajos, ser los de siempre o reinventarnos, porque es lo que deseamos con todo el corazón.

Para no tener miedo de amar, de ser buenos, generosos, confiados, crédulos, inocentes, amables.

Para no tener miedo de la soledad ni de la compañía, para no tener miedo de nosotros ni de los otros.

Para no tener miedo de ser quienes somos.

Para no tener miedo de reír fuerte, ni de llorar fuerte, ni de hablar, ni de callar.

Para no tener miedo del pasado, el presente o el futuro.

Para no tener miedo de ser inmaduros, ridículos, débiles,  imperfectos.

Para no tener miedo de jugar.

Para no tener miedo de ser tan pequeños y, a veces, tan grandes.


Que en esta Navidad, cada quien encuentre su ángel. 
Y que no tenga miedo de dejarse cuidar.



18 de diciembre de 2012

Viviendo en la luna


                                              


                       Kwoon, I lived on the moon


10 de diciembre de 2012

Epifanía


                              Imagen: Gustav Klimt, Las edades de la vida (detalle)


Son verdades de perogrullo, escuchadas y dichas mil veces. Y sin embargo, a veces ocurre que una de esas ideas se presenta ante nosotros como una revelación.

Hace unos días, mientras esperaba mi turno en la caja del supermercado, me puse a observar a la señora que estaba en la fila delante de mí. Tendría unos cincuenta y pico largos; llevaba el cabello canoso, atado en una cola de caballo; vestía un lindo solero, que dejaba al aire sus brazos, sus hombros y parte de su pecho. 
Las zonas descubiertas de sus cuerpo lucían pálidas y fláccidas. 
No llevaba maquillaje ni nada que procurara disimular las arrugas de expresión de su rostro.
Y sin embargo-"¿sin embargo?"- se la veía bien en ese cuerpo, enérgica y resuelta, mientras charlaba con la cajera y acomodaba los bártulos en su changuito. 

El primer inevitable pensamiento fue: "no es una mujer tan grande, ¿por qué no se arregla mejor?, ¿por qué no se tiñe el pelo, por qué no usa ropa más adecuada (es decir, que oculte sus partes feas)?... Inmediatamente, un nuevo pensamiento atravesó el anterior, borrándolo de un plumazo. El nuevo pensamiento fue: ¿por qué, si los humanos aspiramos a vivir la mayor cantidad de años posible, solo debería considerarse bello y adecuado el cuerpo que portamos duante un segmento tan pequeño de nuestra vida? Si nos enorgullece vivir muchos años, ¿por qué debería avergonzarnos el cuerpo que da cuenta de esa vida vivida? A los 60, 70, 80 años, ¿tenemos un cuerpo feo o, simplemente, un cuerpo de 60, 70 u 80 años? ¿Quién determinó que una piel joven y firme es hermosa, y una añosa y fláccida, horrible? ¿Es horrible la piel fláccida de un bebé? ¿Por qué debería ser horrible la de un anciano?

No me voy a detener en la cantidad y diversidad de mensajes que recibimos a diario glorificando la juventud como si se tratara de un valor. Ni en la demente carrera contra el tiempo que acometen día a día hombres y mujeres- y no solo celebrities-con la ilusión de que el reloj de arena quede para siempre en posición horizontal.

Lo que me pregunto es: ¿por qué debería ser así?


Todavía ando buscando la respuesta.







5 de diciembre de 2012

Siempre es difícil volver a casa


                                                                                        Imagen: Soñando en púrpura, Soledad Fernandez


Es de noche. O,  P y yo viajamos en colectivo, rumbo a casa. 
"Es la parada que viene, ¿no?", dice O. Me acerco a la puerta y me preparo para descender; detrás de mí se ubican otras personas. Se abre la puerta y, mientras estoy bajando, escucho las voces de  O. y P. avisándome que no era esa la parada sino la siguiente. Pero ya es tarde. Con señas les indico que los espero allí, calculando que en un par de cuadras tenía que estar la próxima parada.

Mientras camino, voy repasando uno a uno los carteles de los colectivos, pero el del 74 no aparece. Avanzo tres cuadras, cuatro: nada. "No puede ser...”, pienso, “no puede haber tanta distancia entre una parada y otra".

Mientras camino, la noche se vuelve más cerrada y las calles, más solitarias. Empiezo a tener miedo.
"Bueno, basta. Me voy a casa. Cuando O. y P. no me vean en la parada se imaginarán que me fui para ahí".

Retrocedo unas cuadras buscando Godoy Cruz, pero no la encuentro. Decido doblar igual, "tiene que ser una de estas".

La noche es sofocante. A medida que avanzo, las calles se bifurcan en pasajes cuyos nombres desconozco. Atravieso una plaza con dunas altísimas donde decenas de chicos y chicas conversan a la luz de la luna. Camino entre ellos con dificultad: no es fácil andar con tacos por las dunas.

"Pero qué boba. Los llamo al celular", me digo, mientras revuelvo la cartera en busca del mío, un Samsung negro. Pero lo que saco es un celular blanco, sin marca a la vista. Intento llamar, pero noto que al presionar el 4 la pantalla me  muestra el 9. Vuelvo a probar: lo mismo. Los números que aparecen en el teclado no se corresponden con los que realmente se están marcando. "Debe haber alguna lógica", pienso, mientras intento descifrarla. Desisto enseguida: las matemáticas nunca fueron lo mío.

Sigo avanzando y me interno en una callecita apenas iluminada por la luz roja de un farol. Se abre una puerta: una señora me invita amablemente a pasar. 
El lugar huele a encierro y a incienso, a humo de cigarros, a terciopelo viejo. Hay cuartos cerrados, penumbras, murmullos. Es un burdel, como en las películas. Pero yo estoy allí y no es una película. La madame me susurra algo al oído: quiere que me sume a su staff. Rechazo amablemente la invitación, mientras busco la salida con los ojos. Noto que la puerta por la que entré ha desaparecido; en su lugar, hay un cortinado rojo, espeso, pesado. Cuando lo descorro la oscuridad es total. Escucho que una puerta se cierra. Quiero gritar y no puedo, siento que me ahogo.
Entonces me despierto.

A mi lado, O. duerme plácidamente.

Yo respiro hondo y sonrío, contenta de estar- por fin- en casa. 




2 de diciembre de 2012

La vida es juego (o el juego de la vida)


 

Cuando era chica, él se ocupaba de animar mis cumpleaños con la dedicación de un profesional y el entusiasmo de un niño (cosa que, de algún modo, nunca ha dejado de ser).
De los diversos juegos y competencias que organizaba, "ponerle la cola al burro" era uno de los favoritos: los participantes, por turno, deben colocar la "cola" (un manojo de hebras de lana con adhesivo en la punta) sobre el dibujo de un burro que carece de dicho elemento. Previamente, a cada participante se le coloca una venda en los ojos y se lo hace girar unas vueltas sobre sí mismo, para que se desoriente un poco. Gana el que ubica la cola donde corresponde o el que más se aproxima. 
Nos divertíamos muchísimo viendo cómo la cola iba a parar a un ojo del burro, una oreja o la pared...

Ayer, él cumplió 80 y yo me ocupé de animar su fiestita. Entre los juegos que organicé, no podía faltar el del burro y su cola. Así, mi papá y sus invitados (que algunas vez fueron niños, que luego fueron grandes, que ahora vuelven a ser niños) hicieron la fila, se dejaron vendar los ojos y girar despacito sobre sí mismos, y se rieron igual que yo a los 7 u 8 años, cuando el burro terminaba con la cola en la panza o sobre un diente.

También me di el gusto de jugar una vez más, y dejarme vendar por él, y girar despacito y reírnos juntos, porque así es el juego de la vida, porque está bien que así sea.