Hace años que O y yo visitamos la Reserva Ecológica de Costanera Sur. Nos gusta el contraste; afuera: autos, asfalto, los hiperchetísimos rascacielos de Puerto Madero; adentro de la reserva: puro verde, silencio, canto de pajaritos, el río, el viento, los barcos.
Sábado a la tarde. Nueva incursión en la Reserva y extensa caminata por sus senderos tranquilos y arbolados. Noto que O. mira ávidamente hacia los costados del camino, tratando de ver más allá de los árboles, entre los arbustos, bajo tierra, en el afán de descubrir-cual un criptozoólogo-el paso furtivo de una ignota y fabulosa criatura. Convengamos que cierta información sobre la reserva-y una cuota de ensoñación personal- contribuyen a alimentar esas fantasías: allí se habla de "250 especies de aves, 9 de anfibios, 23 de reptiles, 10 de mamíferos" o de " numerosas especies de culebras acuáticas y semiacuáticas y una especie de saurio, Tupinambis teguixin, marsupiales como Lutreolina crassicaudata y Myotis sp. (murciélago)". Sin embargo, por la expresión de O., veo que la búsqueda ha sido infructuosa.
Nos quedamos un buen rato sentados debajo de un árbol, mirando el río, gozando del viento. Algunos barcos pasan tan cerca que parecen deslizarse al borde del césped (nos viene la imagen del inmenso barco subiendo la montaña en Fitzcarraldo).
Llegado el atardecer, un guardia se acerca y nos informa que la reserva cierra y que debemos emprender la retirada. Mientras avanzamos hacia la salida veo que O. vuelve a mirar hacia un lado y hacia otro, impaciente. Finalmente, reclama:
-Es hora de que veamos algún animal, ¿no?; hace mil años que venimos aquí y, salvo insectos y pajaritos, nunca vimos ninguno.
No termina de decirlo cuando, en un recodo del camino, vemos un grupo de personas reunidas en torno de algo. Nos acercamos y allí estaba: un pequeño e inquieto coipo, la alegría serendípica del día.